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El Concepto de Justicia en la novela: Los Miserables, de Victor Hugo (página 2)



Partes: 1, 2

En el capítulo once, del libro séptimo, de la primera parte de esta obra, se encuentra la máxima expresión de justicia que puede manifestar un ser humano. Este libro séptimo se titula: La causa de Champmathieu. Este Mathieu es uno de esos hombres: "… desgraciados que la naturaleza convierte en bestias salvajes y la sociedad concluye haciéndolos presidiarios".

Champmathieu, era una especie de campesino idiotizado, al cual la vida le jugó una mala pasada, y al ser acusado de robo, lo confundieron con Jean Valjean, y como tal tiene que enfrentar una condena a perpetuidad. Los cargos se han ido acumulando, desde el robo al obispo, el asalto en despoblado, a mano armada contra un pequeño saboyano llamado Gervais, hasta el robo con fractura y escalamiento al señor Pierron, por el cual el infeliz fue apresado. Es cuando tres prisioneros dan testimonio de que Champmathieu es Jean Valjean, que el señor Madeleine, presente en la corte en Arras, quien se denuncia a sí mismo. De esta manera lo presenta el autor de la novela:

"El desdichado se volvió hacia el auditorio y hacia los jueces con una sonrisa que movía a compasión. Era la sonrisa del triunfo, pero también la sonrisa de la desesperación.

-Ya veis -dijo- que soy Jean Valjean.

No había ya en el recinto jueces, ni acusadores, ni gendarmes; no había más que ojos fijos y corazones conmovidos. Nadie se acordaba del papel que debía representar; el fiscal olvidó que estaba allí para acusar, el presidente que estaba allí para presidir, el defensor para defender. No se hizo ninguna pregunta; no intervino ninguna autoridad. Los espectáculos sublimes se apoderan del alma, y convierten a todos los que los presencian en meros espectadores. Tal vez ninguno podía explicarse lo que experimentaba; ninguno podía decir que veía allí una gran luz, y, sin embargo, interiormente todos se sentían deslumbrados.

Era evidente que tenían delante a Jean Valjean. Su aparición había bastado para aclarar aquel asunto tan oscuro hasta algunos momentos antes. Sin necesidad de explicación alguna, aquella multitud comprendió en seguida la grandeza del hombre que se entregaba para evitar que fuera condenado otro en su lugar.

-No quiero molestar por más tiempo a la audiencia -dijo Jean Valjean-. Me voy, puesto que no me prenden. Tengo mucho que hacer. El señor fiscal sabe quién soy y adónde voy y me mandará arrestar cuando quiera.

Se dirigió a la puerta. Ni se elevó una voz, ni se extendió un brazo para detenerlo. Todos se apartaron. Jean Valjean tenía en ese momento esa superioridad que obliga a la multitud a retroceder delante de un hombre. Pasó en medio de la gente lentamente; no se sabe quién abrió la puerta, pero lo cierto es que estaba abierta cuando llegó a ella.

Se dirigió entonces a los presentes:

-Todos creéis que soy digno de compasión, ¿no es verdad? ¡Dios mío! Cuando pienso en lo que estuve a punto de hacer, me creo dignó de envidia. Sin embargo, preferiría que nada de esto hubiera sucedido."

La justicia, aunque inflexible, no es intolerante, es justa. Después de que Jean Valjean hubo simulado su muerte, en Tolón, después de haber salvado la vida de un marinero, durante la reparación del barco Orión. Por un tiempo esa muerte, que aparición en los periódicos, tranquilizó a Javert, el cual fue llamado a Paris.

Fue encontrándose los dos en París, el perseguidor y el perseguido, que el tenaz inspector de la policía, se entera un la presencia de un extraño personaje. Los dos se encuentran un crepúsculo, el policía vestido de pordiosero y el fugitivo tratando pasar desapercibido.

He aquí el encuentro, según se encuentra en la parte segunda de la novela, en el libro quinto, capítulo 10:

"Empezaba ya a olvidar esta historia, cuando en marzo de 1824 oyó hablar de un extraño personaje que vivía cerca de la parroquia de San Medardo, y que era conocido como el mendigo que daba limosna. Era, según se decía, un rentista cuyo nombre no sabía nadie, que vivía solo con una niña de ocho años que había venido de Montfermeil. ¡Montfermeil! Esta palabra, sonando de nuevo en los oídos de Javert, le llamó la atención. Otros mendigos dieron algunos nuevos pormenores. El rentista era un hombre muy huraño, no salía más que de noche, no hablaba a nadie más que a los pobres. Llevaba un abrigo feo, viejo y amarillento que valía muchos millones, porque estaba forrado de billetes de banco.

Todo esto excitó la curiosidad de Javert; y con objeto de ver de cerca, y sin asustarlo, a este hombre extraordinario, se puso un día el traje del sacristán y ocupó su lugar. El sospechoso se acercó a Javert disfrazado, y le dio limosna; en ese momento, Javert levantó la vista, y la misma impresión que produjo en Jean Valjean la vista de Javert, recibió Javert al reconocer a Jean Valjean.

Sin embargo, la oscuridad había podido engañarle; su muerte era oficial. Le quedaban, pues, a Javert graves dudas, y en la duda Javert, hombre escrupuloso, no prendía a nadie."

Eso es lo que se llama justicia. Javert no priva a un hombre de su libertad porque se le parezca, si tiene dudas, la duda favorece al reo; el sospechoso estará en libertad hasta que se confirme su identidad. ¡Loor a Javert, a su equilibrio y ecuanimidad! Claro, también están los periódicos, que harán agrias críticas si se priva a un ciudadano honesto de su libertad, sin que para ello exista una causa razonable.

Si el temible inspector es un hombre apegado a la justicia hasta lo patológico, los jóvenes que hicieron la Revuelta del 5 de Junio de 1832 no lo eran menos. En la cuarta parte de la obra, en el libro undécimo, capítulo 8, el líder de una facción revolucionaria, Enjolras, al ver como uno que está a favor de la revuelta comete un acto criminal, se erige en juez y verdugo y lo ejecuta de una forma sacerdotal. Le Cabuc, como se llama el infiltrado, es un agente de la policía, como lo había sido Javert en el capítulo anterior, pero que Javert entró como espía, Le Cabuc lo hace como criminal.

Esta es la forma como suceden los hechos:

"- Camaradas, ¿sabes? es que la casa que se debe aprender. Cuando estamos allí para cruzar, el diablo si alguien se está moviendo en la calle!

– Sí, pero la casa está cerrada, dijo uno de los bebedores.

– Cognons!

– No va a abrir.

– Sumérgete la puerta!

El Cabuc corre a la puerta, que tenía un enorme martillo fortaleza y huelga. La puerta no se abre. Se realiza un segundo disparo. Nadie responde. Un tercer disparo. Incluso el silencio.

– ¿Hay alguien aquí? Grita Cabuc.

Nada se mueve.

Luego se toma un arma y comienza a latir la puerta a culatazos. Era un viejo camino de entrada de la puerta, de arco, bajo, cerca, fuerte, lleno de roble, forrados en el interior de una hoja de papel y un marco de hierro, un verdadero puerta de la Bastilla. Golpes sacudieron la casa, pero no sacuden la puerta.

Sin embargo, es probable que los habitantes se trasladaron porque finalmente vimos una luz y se abre una pequeña ventana cuadrada en la tercera planta, y aparecerá en esta ventana una vela y la cabeza con aire satisfecho de un hombre asustado con el pelo grisera el portero.

El hombre que estaba golpeando se detuvo.

– Señores, el portero le preguntó, ¿qué quieres?

– Abre! Dijo el Cabuc.

– Señores, esto no puede ser.

– Abra siempre!

– Imposible, señores!

El Cabuc tomó su arma y apuntó al portero; pero como estaba abajo, y estaba muy oscuro, el portero no lo vio.

– ¿Sí o no, vas a abrir?

– No, señores!

– Usted dice que no?

– Yo digo que no, mi buen …

El portero no terminó. La pistola se cayó; la bala le entró por debajo del mentón y salió por el cuello después de atravesar la yugular. El anciano se derrumbó sobre sí mismo sin un suspiro. La vela se cayó y murió, y vimos nada más que una cabeza inmóvil en el borde de la ventana y un poco de humo blanquecino que subieron a la azotea.

– ¡Ya está! – El Cabuc dijo, dejando caer al pavimento la culata de su rifle.

Apenas había pronunciado la palabra él sintió una mano que se posó en su hombro con el peso de la garra de un águila, y oyó una voz que le decía:

– Arrodillado.

El asesino se volvió y vio ante sí la cara blanca, fría de Enjolras. Enjolras tenían una pistola en la mano.

En la explosión, él había llegado.

Con la mano izquierda agarró el cuello, la blusa, la camisa y la ropa de Cabuc.

– De rodillas, repitió.

Y a un movimiento soberano del joven frágil de veinte años se inclinó como una caña al fornido, portero robusto y de rodillas en el barro. El Cabuc intentó resistirse, pero parecía que había sido tomado por una mano sobrehumana.

Pálido, el cuello desnudo, con el pelo despeinado, Enjolras, con la cara de su esposa, tenía en este momento no sé lo que la antigua Themis. Sus fosas nasales hinchados, sus ojos dieron gotas a su perfil griego implacable que la expresión de la ira y de que la expresión de la castidad que, desde el punto de vista del mundo antiguo, de acuerdo a la justicia.

Toda la barricada había corrido, entonces todo se almacenaron en el círculo remoto, sintiendo que era imposible de pronunciar una palabra antes de lo que iban a ver.

El Cabuc, conquistó, ya no se trataba de luchar, y temblaba de pies a cabeza. Enjolras lo liberaron y se llevaron a cabo su reloj.

– Recoged, dijo. Ora o piensa. Tienes un minuto.

– Gracias! -murmuró el asesino; luego bajó la cabeza y balbuceó un par de juramentos inarticulados.

Enjolras no alejó el reloj de los ojos; pasó el minuto, luego puso el reloj en el bolsillo. Una vez hecho esto, tomó por los cabellos al Cabuc que se rizaba contra sus rodillas gritando y presionó su oreja el cañón de su pistola. Muchos de estos hombres intrépidos, que se introdujeron en voz tan baja a las aventuras más aterradoras, volvieron la cabeza.

Oyeron la explosión, el asesino cayó con la frente en el pavimento hacia adelante, y Enjolras se irguió y caminó alrededor de él convenció a su mirada severa.

Luego empujó el pie del cadáver y dijo:

– Tome eso.

Tres hombres levantaron el cuerpo del desgraciado que agitaba maquinalmente las últimas convulsiones de la vida espirado y la arrojó sobre la pequeña barricada en el callejón Mondétour.

Enjolras quedó pensativo. ¿Quién sabe las grandiosas que sombras se extendían lentamente por su formidable serenidad. De pronto levantó la voz. El silencio se hizo.

– Ciudadanos, dijo Enjolras, lo que hizo este hombre es terrible y lo que hice fue horrible. Mató, por lo tanto, yo lo maté. Tuve que hacerlo, porque la insurrección debe tener su disciplina. El asesinato es aún un crimen que en otros lugares; estamos bajo la mirada de la revolución, que son los sacerdotes de la república, somos los anfitriones del deber, y él no tiene poder para calumniar a nuestra lucha. Así que he intentado y condenado a muerte a éste hombre. En cuanto a mí, obligado a hacer lo que hice, pero aborreciéndolo, yo también lo encontré en mí mismo, y te veo ahora lo que me estoy condenado.

Los que escucharon se estremeció.

– Vamos a compartir su destino, gritó Combeferre.

– O bien, dijo Enjolras. Una palabra. Mediante la ejecución de este hombre, he obedecido a la necesidad; pero la necesidad es un monstruo del viejo mundo; la necesidad se llama Destino. Pero la ley del progreso es que los monstruos desaparezcan delante de los ángeles, y que el destino se destruya antes de la fraternidad. Este es un mal momento para decir la palabra amor. No importa, digo, y yo la glorifico. El amor, usted tiene el futuro. Muerte, yo te uso, pero no te odio. Ciudadanos, no habrá en el futuro oscuridad ni relámpagos ni feroz ignorancia, ni la venganza sangrienta. Como no habrá Satanás, habrá Michel. En el futuro la gente no va a matar a nadie, la tierra va a irradiar, el amor a la humanidad. Él vendrá, los ciudadanos, el día en que todo estarán el concordia, la armonía, la luz, la alegría y la vida, vendrá. Y eso está por venir y vamos a morir.

Enjolras se quedó en silencio. Sus labios vírgenes cerrados; y permaneció durante algún tiempo de pie en el lugar donde se había derramado sangre, en una inmovilidad de mármol. Su ojo se fijó en que losestábamos hablando a su alrededor.

Prouvaire Combeferre silenciosamente se dieron la mano, y apoyándose el uno al otro en términos de barricada, contempló con admiración cuando se produjo la compasión de este hombre serio y joven, verdugo y sacerdote, luz de cristal, y el roca también.

Digamos de inmediato que más tarde, después de la acción cuando los cuerpos fueron llevados a la morgue y buscados, fue encontrado en la Cabuc una tarjeta oficial de policía. El autor de este libro ha tenido en sus manos, en 1848, el informe especial sobre este tema en 1832 del Prefecto de Policía.

Añadamos que, si hemos de creer a una extraña tradición de la policía, pero probablemente basada en El Cabuc, él era Claquesous. El hecho es que a partir de la muerte de Cabuc, no había duda de Claquesous. Claquesous no ha dejado ningún rastro de su desaparición; parecería haberse amalgamado con lo invisible. Su vida había sido la oscuridad, su fin era la noche."

Porque la revolución ha de ser justa, esto es, al servicio de la justicia; en ella pueden ocurrir atropellos, pero no arbitrariedades. En ella no se puede permitir el crimen, aunque a su nombre se cometa homicidio. Esto viene a propósito del momento en que Javert fue hecho prisionero, Enjolras determina que antes de que ellos caigan a manos de las fuerzas del gobierno, el espía será fusilado.

En la cuarta parte, libro undécimo, capítulo 7, se sostiene este dialogo:

"Javert, recostado en el poste, y tan rodeado de cuerdas que no podía hacer ni un movimiento, levantaba la cabeza con la serenidad intrépida del hombre que no ha mentido nunca.

-Es un espía- dijo Enjolras. Y volviéndose hacia Javert:-Serás fusilado dos minutos antes de que tomen las barricadas.

Javert replicó con su más imperioso acento:

-¿Y por qué no inmediatamente?

-Economizamos pólvora.

-Entonces matadme de una puñalada.

-Espía- dijo Enjolras-, somos jueces, no asesinos."

Aunque hemos insertado algunos párrafos de la revuelta del 5 de Junio de 1832, en el libro noveno de la cuarta parte de la novela, que Víctor Hugo, quien fue testigo presencial de dicha revuelta, nos introduce en ella. En el capítulo 2, Hugo hace unas consideraciones filosóficas, semánticas e históricas en torno a lo que es una insurrección y lo que es un motín.

"Hay motines y hay insurrecciones, son dos clases de cólera; una equivocada, otra con derecho. En los Estados democráticos, los únicos que están fundados sobre la justicia, sucede algunas veces que una fracción usurpa; entonces el todo se alza, y la necesaria reivindicación de su derecho puede llegar hasta tomar las armas. En todas las cuestiones que atañen a la soberanía colectiva, la guerra del todo contra la fracción es la insurrección; el ataque de la fracción contra el todo es el motín; según que las Tullerias estén habitadas por el rey o por la Convención, son justa o injustamente atacadas.

El mismo cañón dirigido contra la multitud no tiene razón el 10 de agosto y la tiene el 14 de Vendimiario. Apariencia semejante y fondo diferente; los suizos defiende lo falso, Bonaparte defiende lo verdadero. Lo que el sufragio universal ha hecho por la libertad y en su soberanía, no puede ser de hecho por las calles.

No hay insurrección más que hacia delante. Cualquier otro levantamiento es malo. Cualquier paso violento hacia atrás es motín; retroceder es una vía de hecho contra el género humano. La insurrección es el acceso de furor de la verdad; los adoquines que mueve la insurrección echan la chispa del derecho. Estos adoquines sólo dejan su lado al motín. Danton contra Luis XV1 es la insurrección; Hébert contra Danton es el motín.

De aquí proviene que si la insurrección, en los casos dados, puede ser, como ha dicho Lafayette, el más santo de los deberes, el motín puede ser el más fatal de los atentados.

Hay también alguna diferencia en la intensidad colérica; la insurrección es a menudo volcán, el motín es con frecuencia fuego de paja."

Ya hemos ido mostrando la rigidez, inflexibilidad, rigurosidad, disciplina, y por qué no, dureza y firmeza del inspector Javert. Pues bien, cuando Thénardier entró a la alcantarilla, Javert quedó fuera, pero no se fue, estuvo al asecho. Cerca de la entrada de la misma, se encontraron Jean Valjean, que con Marius herido había penetrado a la misma, en los lados de la barricada, en la taberna Corinto. Después de un trato, Thénardier le franqueo la puerta a Valjean, y fue entonces cuando el implacable inspector le apresa.

Valjean le explica al policía la situación, y le ruega le acompañe a que lleven al herido a la casa del abuelo de éste. De la casa de Marius, Valjean, que había dado a Javert su dirección, le dice que le permita ir a su casa, pedido que acepta de nuevo. Antes de legar a la puerta de la casa del prisionero, el inspector paga el coche, que durante siete horas y cuarto, a estado a su servicio, mas unos daños por el derramamiento de sangre, consistente en ochenta francos. Javert paga con cuatro napoleones, y despidió al cochero. Al mirar por la ventana de la segunda planta, Valjean nota que el inspector se ha marchado.

Estos son los hechos que sitúan al lector ante el cuarto libro de la quinta parte. Este libro tiene un solo capítulo; capítulo que ha sido titulado: Javert déraillé, esto es Javert descarrila, así también como Javert desorientado, en otra traducción.

Para que se pueda comprender la agonía, turbación, congoja y angustia, o porque no, el colapso del alma de este Convidado de Piedra, vamos a transcribir un amplio extracto de este capítulo.

"Javert se alejó lentamente de la calle del Hombre Armado.

Caminaba con la cabeza baja por primera vez en su vida, y también por primera vez en su vida con las manos cruzadas atrás. Se internó por las calles más silenciosas. Sin embargo, seguía una dirección. Tomó por el camino más corto hacia el Sena, hasta donde se forma una especie de lago cuadrado que atraviesa un remolino. Este punto del Sena es muy temido por los marineros, pues quienes caen en aquel remolino no vuelven a aparecer, por más diestros nadadores que sean.

Javert apoyó los codos en el parapeto del muelle, el mentón en sus manos, y se puso a meditar. En el fondo de su alma acababa de pasar algo nuevo, una revolución, una catástrofe, y había materia para pensar. Padecía atrozmente. Se sentía turbado; su cerebro, tan límpido en su misma ceguera, había perdido la transparencia.

Ante sí veía dos sendas igualmente rectas; pero eran dos y esto le aterraba, pues en toda su vida no había conocido sino una sola línea recta. Y para colmo de angustia aquellas dos sendas eran contrarias y se excluían mutuamente. ¿Cuál sería la verdadera? Su situación era imposible de expresar.

Deber la vida a un malhechor; aceptar esta deuda y pagarla; estar, a pesar de sí mismo, mano a mano con una persona perseguida por la justicia y pagarle un servicio con otro servicio; permitir que le dijesen: márchate, y decir a su vez: quedas libre; sacrificar el deber a motivos personales; traicionar a la sociedad por ser fiel a su conciencia; todo esto le aterraba.

Le sorprendía que Jean Valjean lo perdonara; y lo petrificaba la idea de que él, Javert, hubiera perdonado a Jean Valjean. ¿Qué hacer ahora? Si malo le parecía entregar a Jean Valjean, no menos malo era dejarlo libre.

Con ansiedad se daba cuenta de que tenía que pensar. La misma violencia de todas estas emociones contradictorias lo obligaba a hacerlo. ¡Pensar! Cosa inusitada para él, y que le causaba un dolor indecible. Hay siempre en el pensamiento cierta cantidad de rebelión interior, y le irritaba sentirla dentro de sí.

Le quedaba un solo recurso: volver apresuradamente a la calle del Hombre Armado y apoderarse de Jean Valjean. Era lo que tenía que hacer. Y sin embargo, no podía. Algo le cerraba ese camino. ¿Y qué era ese algo? ¿Hay en el mundo una cosa distinta de los tribunales, de las sentencias de la policía y de la autoridad? Las ideas de Javert se confundían.

¿No era horrible que Javert y Jean Valjean, el hombre hecho para servir y el hombre hecho para sufrir, se pusieran ambos fuera de la ley?

Su meditación se volvía cada vez más cruel.

Jean Valjean lo desconcertaba. Los axiomas que habían sido los puntos de apoyo de toda su vida caían por tierra ante aquel hombre. Su generosidad lo agobiaba. Recordaba hechos que en otro tiempo había calificado de mentiras y locuras, y que ahora le parecían realidades. El señor Madeleine aparecía detrás de Jean Valjean, y las dos figuras se superponían, hasta formar una sola, que era venerable. Javert sentía penetrar en su alma algo horrible: la admiración hacia un presidiario. Pero ¿se concibe que se respete a un presidiario? No, y a pesar de ello, él lo respetaba.

Temblaba. Pero por más esfuerzos que hacía, tenía que confesar en su fuero interno la sublimidad de aquel miserable. Era espantoso.

Un presidiario compasivo, dulce, clemente, recompensando el mal con el bien, el odio con el perdón, la venganza con la piedad, prefiriendo perderse a perder a su enemigo, salvando al que le había golpeado, más cerca del ángel que del hombre; era un monstruo cuya existencia ya no podía negar.

Esto no podía seguir así.

En realidad no se había rendido de buen grado a aquel monstruo, a aquel ángel infame. Veinte veces, cuando iba en el carruaje con Jean Valjean, el tigre legal había rugido en él. Veinte veces había sentido tentaciones de arrojarse sobre él y arrestarlo. ¿Había algo más sencillo? ¿Había cosa más justa? Y entonces, igual que ahora, tropezó con una barrera insuperable; cada vez que la mano del policía se levantaba convulsivamente para coger a Jean Valjean por el cuello, había vuelto a caer, y en el fondo de su pensamiento oía una voz, una voz extraña que le gritaba: "Muy bien, entrega a lo salvador, y en seguida haz traer la jofaina de Poncio Pilatos, y lávate las garras".

Después se examinaba a sí mismo, y junto a Jean Valjean ennoblecido, contemplaba a Javert degradado. ¡Un presidiario era su bienhechor!

Sentía como si le faltaran las raíces. El Código no era más que un papel mojado en su mano. No le bastaba ya la honradez antigua. Un orden de hechos inesperados surgía y lo subyugaba. Era para su alma un mundo nuevo; el beneficio aceptado y devuelto, la abnegación, la misericordia, la indulgencia; no más sentencias definitivas, no más condenas; la posibilidad de una lágrima en los ojos de la ley; una justicia de Dios, contraria a la justicia de los hombres. Divisaba en las tinieblas la imponente salida de un sol moral desconocido, y experimentaba al mismo tiempo el horror y el deslumbramiento de semejante espectáculo.

Se veía en la necesidad de reconocer con desesperación que la bondad existía. Aquel presidiario había sido bueno; y también él, ¡cosa inaudita!, acababa de serlo.

Era un cobarde. Se horrorizaba de sí mismo. Acababa de cometer una falta y no lograba explicarse cómo. Sin duda tuvo siempre la intención de poner a Jean Valjean a disposición de la ley, de la que era cautivo, y de la cual él, Javert, era esclavo.

Toda clase de novedades enigmáticas se abrían a sus ojos. Se preguntaba: ¿Por qué ese presidiario a quien he perseguido hasta acosarlo, que me ha tenido bajo sus pies, que podía y debía vengarse, me ha perdonado la vida? ¿Por deber? No. Por algo más. Y yo, al dejarlo libre, ¿qué hice? ¿Mi deber? No, algo más. ¿Hay, pues, algo por encima del deber? Al llegar aquí se asustaba. Desde que fue adulto y empezó a desempeñar su cargo, cifró en la policía casi toda su religión. Tenía un solo superior, el prefecto, y nunca pensó en Dios, en ese otro ser superior. Este nuevo jefe, Dios, se le presentaba de improviso y lo hacía sentir incómodo. Pero ¿cómo hacer para presentarle su dimisión?

El hecho predominante para él era que acababa de cometer una espantosa infracción. Había dado libertad a un criminal reincidente; nada menos. No se comprendía a sí mismo ni concebía las razones de su modo de obrar. Sentía una especie de vértigo. Hasta entonces había vivido con la fe ciega que engendra la probidad tenebrosa. Ahora lo abandonaba esa fe; todas sus creencias se derrumbaban. Algunas verdades que no quería escuchar lo asediaban inexorablemente.

Padecía los extraños dolores de una conciencia ciega, bruscamente devuelta a la luz. En él había muerto la autoridad; ya no tenía razón de existir.

¡Qué situación tan terrible la de sentirse conmovido! ¡Ser de granito y dudar! ¡Ser hielo, y derretirse! ¡Sentir de súbito que los dedos se abren para soltar la presa!

No había sino dos maneras de salir de un estado insoportable. Una, ir a casa de Jean Valjean y arrestarlo. Otra…

Javert dejó el parapeto y, esta vez con la cabeza erguida, se dirigió con paso firme al puesto de policía.

Allí dio su nombre, mostró su tarjeta y se sentó junto a una mesa sobre la cual había pluma, tintero y papel. Tomó la pluma y un pliego de papel, y se puso a escribir lo siguiente: "Algunas observaciones para el bien del Servicio.

"Primero. Suplico al señor prefecto que pase la vista por las siguientes líneas.

"Segundo. Los detenidos que vienen de la sala de Audiencia se quitan los zapatos, y permanecen descalzos en el piso de ladrillos mientras se les registra. Muchos tosen cuando se les conduce al encierro. Esto ocasiona gastos de enfermería.

"Tercero. Es conveniente que al seguir una pista lo hagan dos agentes y que no se pierdan de vista, con el objeto de que si por cualquier causa un agente afloja en el servicio, el otro lo vigile y cumpla su deber.

"Cuarto. No se comprende por qué el reglamento especial de la cárcel prohíbe al preso que tenga una silla, aun pagándola.

"Quinto. Los detenidos, llamados ladradores, porque llaman a los otros a la reja, exigen dos sueldos de cada preso por pregonar su nombre con voz clara. Es un robo.

"Sexto. Se oye diariamente a los gendarmes referir en el patio de la Prefectura los interrogatorios de los detenidos. En un gendarme, que debiera ser sagrado, semejante revelación es una grave falta."

Javert trazó las anteriores líneas con mano fume y escritura correcta, no omitiendo una sola coma, y haciendo crujir el papel bajo su pluma, y al pie estampó su firma y fecha, "7 de junio de 1832, a eso de la una de la madrugada".

Dobló el papel en forma de carta, lo selló, lo dejó sobre la mesa y salió.

Cruzó de nuevo diagonalmente la plaza del Chatelet, llegó al muelle, y fue a situarse con una exactitud matemática en el punto mismo que dejara un cuarto de hora atrás. Los codos, como antes, sobre el parapeto. Parecía no haberse movido.

Obscuridad completa. Era el momento sepulcral que sigue a la medianoche.

Nubes espesas ocultaban las estrellas. El cielo tenía un aspecto siniestro; no pasaba nadie; las calles y los muelles hasta donde la vista podía alcanzar, estaban desiertos; el río había crecido con las lluvias.

Javert inclinó la cabeza y miró. Todo estaba negro. No veía nada, pero sentía el frío hostil del río y el olor insípido de las piedras. La sombra que lo rodeaba estaba llena de horror.

Javert permaneció algunos minutos inmóvil, mirando aquel abismo de tinieblas. El único ruido era el del agua. De repente se quitó el sombrero y lo puso sobre la barandilla. Poco después apareció de pie sobre el parapeto una figura alta y negra, que a lo lejos cualquier transeúnte podría tomar por un fantasma; se inclinó hacia el Sena, volvió a enderezarse, y cayó luego a plomo en las tinieblas.

Hubo una agitación en el río, y sólo la sombra fue testigo de las convulsiones de aquella forma oscura que desapareció bajo las aguas."

En el libro quinto de esta quinta parte, al final del capítulo 5, se lee en el último párrafo:

"Por lo demás, Jean Valjean se sabía libre de Javert. Habían contado delante de él, y más tarde lo verificó en el Moniteur, que lo había publicado, que el inspector de policía llamado Javert había sido encontrado ahogado bajo un barco de lavanderas, entre Pont au Change y el Pont-Neuf, y que una nota dejada por aquel hombre, que por otra parte era irreprochable y muy estimado por sus jefes, hacía creer en un acceso de alienación mental y en un suicidio. "

Conclusión

Una vez desaparecido Javert, el sentido de justicia desaparece en la obra. Maat, la diosa del orden y del equilibrio cósmico de los egipcios, se sumerge, no en el divino Nilo, sino en el contaminado y pestilente Sena, la prolongación de las cloacas de París. Por lo cual, desde la muerte de nuestro personaje, podemos encontrar en esta novela cosas, hechos y personas buenas, pero jamás volveremos a ver la justicia.

No quiero finalizar, no sin antes copiar las palabras con que el gran escritor francés presentó su obra, y que debieran figurar en su epitafio, escritas sobre el mármol, cincelada con el bronce e impresa con letras de fuego:

"Mientras, a consecuencia de las leyes y de las costumbres, exista una condenación social que cree artificialmente infiernos en plena civilización, y enturbie con una fatalidad humana el destino, que es divino; mientras no se resuelvan los tres problemas del siglo: la degradación del hombre en el proletariado, la decadencia de la mujer por el hambre, la atrofia del niño por las tinieblas; mientras en ciertas regiones sea posible la asfixia social; en otros términos, y desde un punto de vista más dilatado aún, mientras haya ignorancia y miseria sobre la tierra, los libros de igual naturaleza que éste podrán no ser inútiles".

 

 

Autor:

Humberto R. Méndez B.

 

Partes: 1, 2
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